Si nos preguntasen qué característica o recursos utilizamos para describir a una persona, seguramente diremos que nos enfocamos en la complexión y el color del cabello, o en la personalidad, la sonrisa y las actividades que hace, en dónde trabaja y qué costumbres, nos gusten o no, tienen. Esa descripción está mediatizada por el valor, importancia o cercanía que dicha persona tiene con nosotres a través de nuestras experiencia compartidas. En una de nuestras facetas, más allá de lo corpóreo o lo psicológico, nos identificamos con narrativas, como textos que nos vamos leyendo a sí mismos y que al mismo tiempo otros nos leen y por ende nos co-construimos dialécticamente. Hace un par de meses, en una charla con amigos, me preguntaron acerca de una persona – “¿Cómo describirías a J.?” – Me quedé pensando en las características que más la identifican y la describí a detalle, sin embargo no quedé conforme, pues las palabras que aunque fueron las correctas para hablar de otra persona, no tienen el significado adecuado para describir a algunas de las personas más cercanas, incluyendo cuando intentamos describirnos a nosotres mismos. Fue algo que me quedó dando vueltas en la mente durante el día siguiente – “¿Podemos describir a alguien a través de historias, ensalzadas indiscutiblemente por sus mismas características transmutadas?” – Y me puse inmediatamente a describir a esa persona en un ejercicio narrativo: Luna "Se descubrió encorvado y agitado, dudaba si había sido el sol desterrado por la oscuridad o el cuchicheo de los animales del bosque lo que había apagado la fuerza y certeza de los golpes que azotó antes contra los troncos y que se veía a leguas de distancia en el palpitar de las copas, el estruendo de las parvadas alejándose buscando un nuevo refugio y con el ruido seco y desgarrante de un gigante herido que cae y besa frenéticamente el suelo. Las gotas de sudor en abundancia se deslizaban por la frente y la nariz, y aunque el cosquilleo atormentaba la sensibilidad de la piel, las manos agarrotadas en el hacha se mantenían pétreas y no acarreaban alguna satisfacción. Luego de unos minutos pudo recobrar la movilidad en los brazos y en las imágenes de su día en la mente, se levantó despacio, confundido o sorprendido de observar la poca altura que su sombra ganaba con ese movimiento. Ya tenía desde hace muchos años la idea, o el prejuicio de su baja estatura, una especie de fantasma que lo carcomió durante la juventud y que con el paso del tiempo, en su madurar, descubrió las bellezas que la luz y las sombras le pueden aportar estando en el punto preciso, el momento perfecto, con la posición y encorvamientos adecuados, pues, en la latitud y longitud correctas. La luna fuerte, vigilante, llenaba el bosque con un tono de alegría, y de seriedad, algo familiar sin menoscabos, destellos que avivan la noche de forma azarosa. Esta vez notó algo distinto en ella, como si fuera otra luna, tal vez de otro planeta, la misma de cada año en su vida pero distinta por destellos esporádicos, y que en un momento de rebeldía hubiera decidido escapar y dar la vuelta a otras dimensiones, y que por simple curiosidad hubiera decidido llegar a este mundo, a husmear a esa tierra, justo en este bosque, por encima de hombres y mujeres de trabajo, de casas simples, de familias complejas de sueños agotados y esperanzas ardientes, diarias, pieles tostadas y ojos grandes, redondos, oscuros y con brillo, y quedarse ahí, siempre. En algún momento de su jornada la luz taciturna le dio lo que necesitaba, ahora no puede ver los arboles tirados, ya mañana regresará con su hija por la leña acumulada, por el desmembramiento de los gigantes, por la carga, el sudor de nuevo y el cuchicheo, y el cosquilleo inquietante, y la carga otra vez, y los animales con las crines enredadas, con aullidos y ladridos protegiéndolos; después de todo los animales menos inteligentes y menos agraciados encefálicamente se vieron reducidos a acompañantes, herramientas y seres domesticables. Izar miró fijamente a la luna, se preguntó, le preguntó, en qué momento llegó a acompañarlo en su trabajo y si ella era la causante de su ceguera y también de su visión, la luna solo permaneció inmutable por los siguientes seis minutos, doce segundos, titilaba con fuerzas prestadas, Izar no vio ninguna señal en ella, en la tierra, en los animales silvestres y sus sonidos o en el viento que refrescaba a su cuerpo exhausto. Regresó a descansar, a ver su hija, a su mujer, su jardín, su ficus, su laurel, su… su…, todo lo había construido con su familia, el patrón les regaló la tierra, un par de semillas, un hacha y una pala; arréglatelas y dale una buena vida a tu familia, a mí, a mi dame leña y estarás tranquilo el resto de tus días, de los tuyos solamente, de los de tus hijos te encargas tú. Amaya, el mayor de los hijos se había ido desde que cumplió los trece años, él quería aprender de su tío el arte de la alfarería y en su debido momento su madre lo llevó a una de las poblaciones más cercanas, donde pudo tomar uno de los autobuses y reunirse después de doce horas de viaje, que pareció un año más, con su tío y su tía, ambos con la dificultad natural para procrear hijos, y que ellos le achacaban a dios la suerte por tener cerca a su sobrino. Desde un comienzo Amaya se inclinó por contestar cada una de las preguntas que su tía le hacía respecto a la vida que llevaba en casa de sus padres; quería saber si Selene e Izar hacían todo por cuidarles, por procurarles alimento y estudios, Amaya defendía cada segundo de su vida a lado de sus padres y a lado de Aurora, tímida, sonriente, su hermana menor. Se sabe que en ocasiones los demás familiares ven por los otros, sobre todo si son sobrinos o nietos, y ya que cada quien puede o no, quiere o no, tener a los hijos propios, los deseos y las envidias se elevan normalmente, naturalmente no pero sociológicamente predecibles. Izar dejó a lado de la puerta su hacha, su morral, Selene lo miró, y como sabiendo otra vez las preguntas nocturnas que su esposo suele acorralar en la mesa, ésta no se limitó a esperar su formulación, siempre fue mujer de armas, entregada, con un dolor en la espalda baja, cicatrices en los brazos por el trabajo duro, quemaduras solares, cabello corto para facilitar la siembra y la ventilación de su nuca en el campo. Sí, estuvo preguntando por ti, siempre pregunta al despertar y al irse a la escuela, pregunta cuando llega a la casa y cuando estamos comiendo, yo le contesto que espere poco, que su padre está en el monte y que cuando su madre vaya a dejar las recuas que hace en casa y los bordados que ama hacer a la luz del medio día, cada viernes, sábado y domingo, estarán los tres juntos platicando de su futuro, de sus estudios, de la luna, de los troncos, de la historia que los alimenta, del fuego de la fogata y las brasas que los mantienen cerca. Izar siempre se había preguntado de dónde salió Selene, si era normal haberla conocido, o había sido un plan ancestral o tal vez había venido junto a la luna; después de muchos años eso fue lo que menos le importó, ahora solo agradecía a quien sabe qué o quién su presencia. Su hija, Aurora, tenía grabado en su nombre otros menesteres y otras luces que ambos se empeñaban para cumplir. Así eran la mayoría de los días para su familia, siempre hacha, noche, Aurora, Selene, la familia, leña, Aurora, Amaya, Aurora, su escuela, hacha, bosque, animales silvestres, Aurora, sudor, fines de semana radiantes, risas, Aurora, Amaya, cartas, espera, velas y lunas llenas, un trago, un cigarro, Amaya, años, Aurora se encontró en el camino por el que transitó su madre y su padre durante mucho tiempo, cuando hablaban del monte, de las estrellas y de las luces del norte. Sintió la picazón del sudor en su espalda y recobró la sonrisa que su hermano le regalaba con cada una de las cartas que le escribía a diario, recordando las aventuras de un primo comerciante, del único que pudieron adoptar, de su tío y su tía precoces descubiertos por Amaya en más de una ocasión en pleno acto amoroso, de las flores que le traía Izar a diario, de las historias que Selene le narraba para dormir. Aurora había aprendido cada uno de los oficios de sus padres, y ahora que vivía con su hermano y la familia de éste, solía ir a visitar a sus ancianos padres a la sierra donde ellos decidieron que no se moverían, en donde esperarían gustosos cada octubre de lunas rojas. Siempre estaban a la espera de que dios, o dioses, o fuerzas sobrenaturales, o los espíritus ancestrales, o los de los nahuales que abundan en la montaña se aparecieran y los alimentaran de nuevos soles, y aunque nunca los había visto, Aurora podía afirmar que cada mañana la despertaban tocándole los pies o la nariz, era la serenidad, la tranquilidad, el fuego que la movió siempre, y esas lunas rojas que la alimentaron en su niñez, a su familia, cada plato de comida, cada golpe que dio para abrir las puertas, del instituto, de la junta de gobierno, de la iglesia o de los transportes foráneos. Andando iba pisando las ramas y escuchaba el crujir de las maderas, de las hojas secas desprendidas de los árboles que sufrían del invierno un recital para transformarse, se colocaba al centro del camino, después de todo se sentía parte de todo. Seguramente encontrarás el camino de regreso, señaló el anciano que a diario pasaba a dejar los jabones, quesos, botecitos, latas y cuerdas al pueblo, y extrañada Aurora le respondió afirmativamente con un movimiento de cabeza, era la primera vez que a ese hombre se le escuchaba sonido alguno. Llegando a la salida del camino, para tomar el entronque rumbo a la central de autobuses, observó los primeros rayos del sol asomándose por encima de las ramas del bosque y en una pausa momentánea decidió quedar callada viendo los árboles que le habían servido a su familia para subsistir, las maderas de sus fogatas, el rocío en la hierba. Se quedó inmóvil viendo el fantasma de la luna, sumergiéndose en un cielo azul oscuro, desapareciendo a cada minuto, hasta que finalmente una nube rosada se interpuso entre ella y su luna. Algunos pensamientos vinieron a su mente, se habían erizado los vellos de la nuca y de los brazos y por un momento quiso decir algunas palabras, pero en su lugar apresuró el paso, sabía el camino, pagaba el pasaje, se acomodaba en el asiento, durmió todo el trayecto con la ventana pegada a la frente. Era la primera vez que salía de viaje sola y esperaba que fuera mágico, justo como lo había planeado, después de todo, haber estudiado Ciencias Biológicas con especialidad en Botánica y con su personal interés en animales y estructuras rocosas le habían dado el camino inicial para comprender cada espacio habitable en la Tierra. Durante el camino soñaba con las cascadas que conocería, interpretando cada chasquido que el agua hacía al chocar con las rocas. Observaba el color rojo del pecho de las aves y se maravillaba con cada sonido que le traían los árboles. Probaba un cubo de azúcar sopeado en el café de la mañana, mientras un guitarrista a sueldo la miraba sin detenerse, sin perder el tiempo. Caminaba entre las calles empedradas con el olor de la tierra mojada, la frescura de la lluvia nocturna y los ruidos de una ciudad que despierta. Se cubría con las manos el sol fuerte que la cegaba y le cerraba los ojos hasta parecer un par de líneas ligeramente onduladas, el desierto transforma los rostros, las ideas, las fuerzas y las metas. Estaba teniendo un baño en las aguas heladas de la costa norte, se había maravillado de la fuerza de las olas, el zigzagueo de los cangrejos negros, de las nubes disipadas por el sol, un par de conchas se dejaban ver en la playa descubiertas por el agua mientras tendía su toalla con la esperanza de calentar las piernas y la cadera fatigada de nadar por horas. Una planta de hojas enormes le rozaba la nariz, se escurría un poco de agua a través de ella, se rascaba, una telaraña se había pegado a su mochila, a su hombro, las hormigas invadieron su refrigerio, una columna de humo denso le avisaba del curso del viento, las brasas le sacudieron las chispas en los ojos y la imagen de sus padres al fogón, de su hermano junto a su esposa y su hija Andrea, en eso quiso abrazarlos y sentir la humedad de los labios de su madre en la frente, en el cuello, en el cuello escurría una gota. Despertó, Andrea la llamaba dentro del camión mientras las miradas de los demás pasajeros la desconcertaban, tomo sus cosas y regresó junto a su sobrina que la había ido a buscar a caballo. Apenas iban a ser las cuatro de la tarde cuando se encontraba de regreso en casa de su hermano, su padre había tenido una caída y su hermano, junto a él, trato de ayudarlo pero también cayó de la sierra. En la despedida final Izar prometió cuidarla desde los espíritus de los animales, y que la vería de día cuando el sol se levantara y de noche cuando los grillos cantaran. Le dijo que en algún momento recibiría una señal, y ella siempre confiando estuvo segura de que así sería. Durante meses tuvo que trabajar más de lo normal junto a su cuñada para solventar los gastos y cuidados de su madre, de Andrea y de Amaya, quien estuvo postrado en cama cuidando de sus fracturas, pensaba que jamás terminaría ese sobreesfuerzo. En una de las tantas mañanas, después de una noche completa de lluvia torrencial, al salir de casa y llegar al bosque donde cortaría leña, se quedó parada tratando de acoplar su vista a una silueta que se movía en el fondo, supo que era un animal bastante grande, algún venado, un antílope, algún tipo de ciervo, tal vez uno de los caballos que escaparon de sus vecinos la noche anterior en medio de la lluvia, a lo mejor otro animal inimaginable. Aurora se dio cuenta que la luna aún no desaparecía y se encontraba en el horizonte, sobre el camino, sobre el entronque de siempre, amarilla, potente, llena. Le pareció extraña, aunque era la misma, le parecía fuera de otro mundo, sintió un escalofrío y se le erizó la piel de los brazos, la nuca, la espalda. Los rayos primeros del sol salieron y se reflejaron en el titilar de las gotas aun cayendo de las hojas y escurriendo por los troncos, el animal había desaparecido. Aurora se percató de algo tallado en el cuerpo liso de uno de los árboles. La lluvia siempre ha traído un mensaje oculto, sigue la luna, te ha llamado como lo hizo conmigo, leyó. Recordó unas palabras sobre una señal, dejó caer el hacha, sabía a donde ir, como, cuando, con quienes se encontraría, tenía su mochila lista. Caminó en el empedrado, una hoja le rozó la mejilla, el viento frío pasó a través de sus cabellos y acarició sus labios, la luna todavía seguía invitándola al camino de siempre." Al terminar este ejercicio, al que no sometí a una edición después de haberlo escrito, noté que las características de cualquier persona son transmutables y en contextos específicos puedes reconocer a alguien más a través de otros elementos, aparentemente sin relación.
A la semana siguiente envié el texto al amigo que me había pedido la descripción de la persona, y lo esperado, no entendió nada. Luego, envié el texto mismo a la persona a la cual describí, - “Feliz cumpleaños, te mando una fotografía tuya, a ver si la tomé bien” – La fotografía fue nítida, la historia cubría justamente esa descripción, se reconocía en el fondo y en la forma del texto. Fue satisfactorio darme cuenta que los textos hablan más allá de lo que está en las palabras, así como nuestras historias más de lo que vemos. Esta conclusión me ha servido mucho para ir comprendiendo a las demás personas, y en mi trabajo en el consultorio. Por: Psic. José Santos Urbina Gutiérrez. [email protected]
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